1era Entrega

LA VERDAD DE LA POLÍTICA



     Un grupo de jóvenes, capacitados en sus respectivas profesiones, se decide a participar inspirados por una noble vocación pública y hartos de ver lo que los políticos hacen con el Estado. Han leído mucho sobre política -se podría decir que están preparados- aunque es la primera vez que se enfrentan a una acción concreta.

     Desde el comienzo la praxis política los pone a prueba. ¿Cuál será el grado de compromiso? Se puede hacer política en forma ocasional (todos nosotros cuando votamos), como actividad secundaria -cuando tengo un poco de tiempo y ganas- o como profesión principal.

     Los dos primeros, lamentablemente, son inofensivos para esa praxis. Es como si un jugador de fútbol habilidoso pero amateur, jugara en un partido de Boca-River. Como mínimo será intrascendente, como máximo saldrá lesionado y decepcionado por lo poco que pudo hacer.

     Del grupo ya nos han quedado menos. Sólo aquellos que tienen una verdadera vocación política estarán dispuestos a comprometerse al máximo. Junto a ellos, lamentablemente, también los que ven en la política un buen negocio.

     A ambos se les presenta el mismo dilema: ¿De que van a vivir? Es decir, ¿cuál será su sostén económico? Según Max Weber hay dos formas de hacer de la política una profesión. O se vive “para” la política o se vive “de” la política. En el nivel teórico no deberían ser excluyentes pero Weber se refiere a un nivel más grosero: el nivel económico. Vive de la política quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos; vive para la política quien no se encuentra en este caso. El que depende del sueldo público, ese es el problema, pierde su independencia y a veces calla, aunque no esté de acuerdo, para “cuidar el puesto”.

     Sin embargo, para que alguien pueda vivir “para” la política tiene que ser económicamente independiente. Hoy en día en un mercado tan competitivo esa condición exige dedicación plena. Tendría que darse el caso de un joven cuyos ingresos económicos no comprometieran su tiempo. Pero ¿quién puede cumplir semejante requisito? Sólo uno que viviera de rentas, por ejemplo. Ni el obrero, ni el docente, ni el profesional, ni siquiera el gran empresario moderno son libres en este sentido.

     Por eso los partidos luchan por la distribución de los cargos: para recompensar a los militantes. Al grupo de los bien intencionados le repugnará la idea de depender de los dineros públicos que pueda conseguir el referente político. El segundo grupo de jóvenes por el contrario, verán cumplido su objetivo.

     Tenemos aquí una primera adversidad para el que quiere entregar a su comunidad alma y vida: cómo dedicarse a la política sin vivir de la política.
           
     Un puñado de idealistas, a pesar de todo, decide participar. También los extremadamente inescrupulosos. La praxis vuelve a increparlos. ¿Cuánto están dispuestos a ceder en este juego de transacciones? En política se arregla -o se “transa”- con tres grandes grupos. En primer lugar con los seguidores que, en muchos casos, no tienen el mismo grado de “idealismo” que el líder y esperan verse recompensado de alguna manera. El asunto es más dramático cuando se sabe que ese seguidor no es el mejor para ese cargo, pero ha sido fiel...

     En segundo lugar, uno cede frente a los intereses sectoriales en favor de apoyo económico o de otro tipo. Al final de cuentas, para competir en una elección se necesita mucho dinero y poder de convocatoria.

     Por último hay transacciones con el oponente. Si uno se niega en forma rotunda, y sobre todo si es minoría, se convierte en un paria. Podrá emocionar con su actitud a los televidentes en alguna emisión, pero políticamente queda inhabilitado para cumplir con ninguno de sus proyectos que, sin el consenso, son imposibles. Pero los acuerdos, en el marco de la desconfianza hacia lo político, suelen ser muy mal vistos. “Que renuncie” dirán los moralistas. Pero dejar todo en la mitad de camino -en la mitad de la vida- es una decisión dramática para un político y para cualquiera. "Que acuerde" dirán los pragmáticos.

     El idealista o, mejor dicho, el virtuoso nunca justificará medios non santos en atención al fin, y sin embargo la política lo espera con una sentencia de Weber: “Quien se mete en política ha sellado un pacto con el diablo, de tal modo que ya no es cierto que en su actividad lo bueno sólo produzca el bien y lo malo el mal, sino que frecuentemente sucede lo contrario. Quien no ve esto es un niño, políticamente hablando”. El inescrupuloso transará de tal manera que se convertirá en un “aliado del diablo”…

     Este primer pantallazo, que representa un granito de arena en el mar tormentoso de la política, ya sirve para advertir el desafío al que nos enfrentamos. Un verdadero problema de fines y medios.

1. ¿Tiene la política un deber ser?

     Antes de reflexionar sobre la política, hay que preguntarse si la política acepta reflexiones. Podríamos ensayar -siguiendo al profesor Alfredo Cruz- una primera división entre los que responden afirmativamente y los que no.
     Los negativos aseguran que no hay una verdad para lo político. Todo en ese ámbito se corresponde con la voluntad que alcanza lo que quiere, por el poder que tiene. Aquí se enrolan los sofistas griegos, Maquiavelo y las concepciones catalogadas como “mito”, como es el caso del nazismo o el fascismo (no es casualidad que uno de los precursores del pensamiento nazi, Alfred Rossemberg, titulara su obra “El mito del siglo XX”).
     El mito concibe al saber político como la construcción de una idea o un sentimiento común, cuya función es despertar a la acción. El valor del mito no es veritativo sino pragmático. La veracidad del mito es a posteriori por haberse alcanzado.
     Luego están los que sí consideran que hay una verdad en política. Aquí encontramos en primer lugar a las utopías que buscan alcanzar un modelo universal para todas las comunidades. Por supuesto, debemos mencionar a Platón: “Hay una polis verdadera”. Bajo esta concepción, una vez realizado el modelo desaparecería la política, puesto que no sería necesaria. La diferencia entre mito y utopía -además de sus posiciones frente al saber político- es que el primero no tiene vocación universal como la última.
     En segundo lugar encontramos las posturas cientificistas: el conocimiento político debe establecerse a través de la ciencia. Hobbes puede ser el pionero en esta línea. Esta postura coincide con la utopía en que debe descubrir una verdad universal, pero se distingue en que esa verdad no se da por el grado de perfección que presenta, sino por su grado de demostrabilidad científica.
     Para que haya ciencia tiene que haber un dato invariable e incuestionable y es por eso que muchos autores “bucean” para buscar algo en el hombre de donde amarrarse (en Hobbes, por ejemplo, el deseo de vivir). Estas posiciones reduccionistas producen una fijación de la naturaleza humana. Como señala Millán Pueyes “hacemos que la naturaleza sea, en lugar de un principio fijo de comportamiento, un principio de comportamiento fijo”. En definitiva se olvidan que cada ser humano es único e irrepetible y para colmo libre.
     En tercer lugar encontramos la ideología. Su problema es que la verdad que presenta para lo político no corresponde al ámbito político. Es decir, sometemos a lo político a las categorías del ámbito donde hemos percibido el problema, ya sea desde otras ciencias u otras experiencias. Un ejemplo es la ideología marxista o comunista que traslada las categorías sociológicas de clases al ámbito político. Otros trasladan las categorías económicas, las que corresponden a la psicología, etc.
     Nadie niega que podemos acercarnos a lo político con una idea previa: “Los hombres deben salvarse y para ello deben ser religiosos”. Sin embargo, si pasamos de esa idea previa, en forma directa, a tomar la decisión política de poner crucifijos en todas las escuelas, estaríamos cometiendo un error por nuestra aproximación ideológica. En el camino hemos olvidado pasar nuestra decisión por el prudente tamiz de la deliberación política, por nombrar sólo una de las deficiencias de esta aplicación directa. La ideología, en vez de ser una teoría sobre la política, acaba siendo una política determinada.

2. Una visión realista

     Hay una última concepción que asegura una verdad para lo político y la posibilidad de conocerla pero, eso sí, a través de un conocimiento práctico. Profundizaremos en esta visión a lo largo de todo el libro.
     ¿De qué se trata? Hay un párrafo de Bertrand de Jouvenel en su libro Teoría pura de la política -al que vamos a seguir en esta primera reflexión- que desarrolla, como una metáfora perfecta, la actitud real que deberíamos tener frente a la política.

“Los bárbaros se acercan, hombres grandes y de risa cruel que utilizan al vencido como juguete al que se deshonra y del que se dispone libremente. Nuestras piernas tiemblan con sólo pensar en ellos. Nuestro obispo, vestido con las ropas de ceremonia y enarbolando la Cruz, se interpone, sin embargo en el camino del feroz capitán. Nuestra ciudad va a ser, pues, perdonada. El jefe extraño, de rostro terrible se convertirá en nuestro soberano; pero guiado por el hombre de Dios, será un amo justo y su hijo querrá, desde su más temprana edad, aprender del obispo los más bellos ejemplos del gobierno prudencial. En mi fábula el obispo representa la filosofía política: su función consiste en civilizar el poder, influir en el salvaje, pulir sus modales, y engancharle en el carro de las empresas beneficiosas”.

En efecto, alguna razón tienen los escépticos cuando señalan que la política, en su realidad más cruel, es la dinámica exclusiva y excluyente de la búsqueda y el ejercicio del poder. Y en ese marco pareciera no receptar otras reflexiones y sugerencias que no sean aquellas que ayuden al objetivo de alcanzar y retener el gobierno.
Maquiavelo observó esta faceta de lo político y por eso comienza sus reflexiones con el siguiente párrafo:

”Siendo mi propósito escribir cosa útil para quien la entiende me ha parecido más conveniente ir tras la verdad efectiva de la cosa que tras su apariencia. Porque muchos se han imaginado como existentes de veras a repúblicas y principados que nunca han sido vistos ni conocidos; porque hay tanta diferencia entre cómo se vive y cómo se debiera vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que debería hacerse marcha a su ruina en vez de beneficiarse; pues un hombre que en todas partes quiera hacer profesión de bueno es inevitable que se pierda entre tantos que no lo son. Por lo cual es necesario que todo príncipe que quiera mantenerse aprenda a no ser bueno, y a practicarlo o no de acuerdo con la necesidad".

Sin embargo, esa no es toda la verdad. Si nos quedamos con esta visión y no somos capaces de visualizar los otros elementos, sentenciaremos a la política a ser lo que es hoy.
Como contracara, tampoco podemos enfrentar el fenómeno de lo político con una enciclopedia de postulados teóricos que jamás se han cumplido, ni se cumplirán. La desviación encuentra su metáfora en el postulado de los idealistas: “Si la realidad no se ajusta a la teoría, peor para ella”.
Peor para nosotros, en este caso. Porque, como en el párrafo de Jouvenel, el “salvaje” está por dominarnos sin respetar ninguna regla. Y depende de nosotros que la búsqueda desenfrenada del poder por parte de los políticos, se convierta en un proyecto de bien común.
El mismo Jouvenel lo confirma. Para él, "el Estado" es, en esencia, "el resultado de los éxitos de una ‘banda de bandidos’ que se sobrepone a las pequeñas sociedades particulares; banda que, organizada ella misma en sociedad casi fraternal, ofrece frente a los vencidos, a los sometidos, el comportamiento del Poder puro". El autor llega a decir que "este poder no puede justificarse con ninguna legitimidad. No persigue ningún fin justo; su única preocupación, es la de explotar en su beneficio a los vencidos, a los sometidos, a sus súbditos”.
Sin embargo, aun el autor, con toda su frialdad para analizar el tema, describe un proceso lógico por el cual esa “banda de bandidos” debe procurar el bien común, como una condición de su subsistencia. Si no lo hace, los súbditos tenderán a rebelarse y a “sacudir su yugo”.
Por tanto, ni aun en la peor de las visiones podemos escapar a una concepción del poder que -ya por virtud, ya por necesidad- debe procurar el bien común o, lo que es igual, debe legitimarse ante las personas que obedecen.
En definitiva, para salvar a la política primero tenemos que entenderla. Y sin embargo, no podemos conformarnos con lo que la política es. A la luz del deber ser, tendremos que buscar lo posible, que -en los términos de Aristóteles es el plano de la prudencia.

3 comentarios:

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  2. Ante el "Salvaje" el camino de la PRUDENCIA. El bien común buscado en definitiva y en última instacia, por términos de conveniencia práctica del poder. Buenisimas conclusiones!

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